En el corazón de Europa, donde antaño se fabricaban coches de lujo, la maquinaria ya no ruge con la misma intensidad. Lo vimos con la industria automotriz: fábricas que cerraron, empleo que se fue, y una cadena productiva que perdió el pulso. Ahora, una nueva amenaza se cernió sobre una de las últimas joyas industriales del Viejo Continente: la química. Desde Róterdam hasta Ludwigshafen, las plantas se apagan mientras China levanta cientos de fábricas nuevas con una velocidad y ambición que Europa no puede igualar.
Europa no compite ya únicamente contra costes más altos o regulaciones estrictas. Está luchando contra un rival que no juega bajo las mismas reglas: China opera con subsidios estatales, cadenas de suministro internas casi sin fricción, y una escala que permite fabricar a gran volumen sin perder dinero. Esa combinación da una ventaja imposible de ignorar cuando el producto final no es de lujo, sino básico, estratégico y masivo. La industria química —fertilizantes, plásticos, petroquímicos— es precisamente esa clase de industria que se construye sobre el volumen, la infraestructura, el acceso a materias primas y la energía barata. Europa lo tiene complicado: la factura de luz, los costes sociales y ambientales y la fragmentación legislativa le pasan factura.
¿El resultado? Mientras el titán asiático invierte sin tregua en nuevas instalaciones, Europa retira piezas, cierra líneas y contempla cómo pierde músculo industrial. Esa erosión no es sólo un problema económico: es un golpe al ADN productivo del continente. Cuando las fábricas cierran, no solo desaparecen empleos, también desaparece conocimiento acumulado, cadena de proveedores, generaciones de técnicos especializados que ya no encuentran relevancia. Cada cierre es una fisura en la identidad industrial europea, mientras China avanza y consolida su posición como “fábrica global de fábricas”.
Pero no es una historia de derrotas inevitables: la pregunta es si Europa actuará a tiempo. Porque la ventaja de China no es sólo producir barato. Es producir más rápido, con menor coste del ciclo y con una visión de largo plazo que muchas firmas europeas ya no tienen. En ese escenario, las políticas públicas importan, las inversiones estratégicas importan, pero sobre todo importa la decisión colectiva de no resignarse al status de región manufacturera de segunda. Sin embargo, las alertas ya suenan: la industria química europea está en alerta roja y la advertencia es clara: quien pierde esta batalla pierde más que fábricas.
Para los profesionales que trabajan en ese ecosistema —ingenieros, técnicos, operarios, proveedores— la urgencia es doble. Deben acelerar la transformación: más automatización, digitalización, transición hacia productos de mayor valor añadido y cadenas de suministro resilientes. Porque quedarse en el modelo viejo —grandes volúmenes, bajos márgenes— es entrar en la zona roja frente a un competidor que ha hecho de los bajos costes y la escala una estrategia nacional.
Y aquí entra el ciudadano, tú, que consumes productos sin quizás ver de dónde vienen. No es sólo un problema abstracto de producción industrial: es tu empleo, tu región, tu futuro próximo. Las zonas industriales europeas que parecían inamovibles hoy preguntan cómo resistirán ante fábricas asiáticas que ofrecen precios imposibles de igualar, pero también ambiciones globales de dominio industrial.
Europa necesita algo más que reactivos: necesita audacia. Si desea mantener alguna industria “estrella” debe reinventarlas antes de que desaparezcan. Porque cuando ya no produces lo básico —lo que mantuvo muchas economías durante décadas—, solo te queda depender de lo importado, de perder control sobre la cadena, de mente de obra que busca otros destinos, de regiones que se desertan. Y China lo sabe: produce, escala, exporta, repite. Europa lo analizamos, debatimos, esperamos. Y mientras esperamos, la huella del pasado industrial se vuelve fantasma.
El aliciente final no es que Europa pierda hoy una industria. Es que puede perder la facultad de proteger su propia capacidad productiva, de generar empleo desde la producción, de sostener un tejido industrial que permita distribuir riqueza. Porque la fábrica no es solo una sala de máquinas: es comunidad, es región, es futuro. Y cuando Europa deja que el telón baje, no se limita a cerrarse una planta: se empieza a apagar una forma de vida.
